Pretty Woman a la santanderina

Enrollo un billete de cincuenta euros y cinco de veinte, y me los meto en el bolsillo delantero del pantalón. Son unos jeans negros, gastados, que combino con unas botas de serraje marrón a medio abrochar y un jersey a rayas rojas y negras que me da un aspecto casual; vamos, de esos a medio camino entre cool y de andar por casa; desde luego, nada ostentoso.

No añado más a mi indumentaria. No lo necesito. Voy de rebajas que, dicho sea de paso, es algo que me horroriza. No puedo evitar angustiarme ante la visión de toneladas de ropa; unas, prendas de temporada, y otras, sacadas de los almacenes ad hoc. Se hacinan en pilas, se agobian por salir a flote entre una marea de perchas, se enmarañan en los estantes.

Alguien me dijo que "para todo hay que tener estrategia en la vida" y, en casos como este, yo lo aplico a rajatabla. Introduzco las llaves del coche en la puesta en marcha y me digo: "Montse, esta tiene que ser una operación breve y, recuerda, no sueltes el aguinaldo de reyes, a menos que encuentres, justo, lo que necesitas". Y con esas premisas: rebajas, breve, necesario, que para mí funcionan como un silogismo, me presento en la primera planta de un gran centro comercial. En la sección, vaya por dios, en la que las prendas no parecen haber ido a la guerra, los probadores son dos veces mayores que el resto, tienen un cómodo sillón para el acompañante y las etiquetas te provocan susto aún después de rebajadas. Pero, como la vida está hecha para los valientes, entro como un miura; de pacotilla, claro, a juzgar por los pases que me dio después la dependienta.

-"Perdone, quería hacerle una pregunta, ¿sabe esa blusa, de seda, con frunces al cuello y goma en las mangas, crudita? - La dependienta apenas levanta la mirada de lo que está haciendo, como si lo que yo le dijera no le importara demasiado, al menos, no tanto como la emocionante aventura de doblar camisas - "Sí"- me concede finalmente.- "¿En qué temporada la tienen?"- ¡Adiós, ahí sí que la maté! - "En todas" me responde, perdonándome la vida y mirándome por primera vez a la cara, como intentando comprobar quién era la ignorante que hacía esa pregunta tan absurda. Porque una clienta de 'Carlota Herreriana', sabe, sin duda, que esa blusa es un clásico de la diseñadora.

Por un momento, me empiezo a sentir Pretty Woman y dudo de si no hubiera tenido que acicalarme un poco más para responder al perfil al que está acostumbrado esta dependienta. También se me pasan por la cabeza otras ideas menos decorosas, pero como la prenda en cuestión me interesa, allí me quedo, continuando con la compra como si la fiesta no fuera conmigo.


La tienda, con blusas de 300 euros, vestidos de 700 y abrigos de precio obsceno, está totalmente vacía. Eso no hace que Mari Pili venga a atenderme; ni para orientarme en la talla, ni para indicarme dónde está el probador, ni siquiera para ver cómo me sienta y acercarme otra prenda si la necesito. Soy yo la que tengo que salir hasta el mostrador para que me vea. -¿Mejor esta talla? ¿Cómo me queda?- Me mira un par de segundos y contesta escueta: "Mejor que la otra. La seda tiene que caer". Pues bien, pienso yo.: "Tiene que caer". Y me contengo. Lo hago por el tiempo que llevo buscando la dichosa blusa y el buen precio que tiene, pero en el fondo no puedo dejar de sentir pena ante tanta pobreza mental.

Imagino que Mari Pili piensa que no soy su tipo de clienta y que, por lo tanto, no le compensa trabajar; intuyo que está convencida de que no voy a comprar. Yo, mientras tanto, tengo la sensación de encontrarme en un self service de prendas de lujo. Qué diferente de la amable dependienta, que no hace ni diez minutos, se ha desvivido orientándome en la compra de una bufanda que me ha costado 12 euros; incluso, colocándomela.

Me quito mi blusa de Carlota Herreriana, por que ya es mía, he decidido llevármela y se la acerco -de nuevo al mostrador- a Mari Pili. Saco mi modesto rollo de billetes y le entrego mi aguinaldo a cambio de su desdén. Pero ahí se queda todo. En la superficie de lo superficial. Cojo mi bolsa grabada con letras de oro y atrás dejo a Mari Pili sola, tanto o más que cuando atiende a sus atildadas clientas. Y la compadezco porque, seguramente, con ese desdén clasista la tratará más de una a ella.

¿Qué por qué no me fui al primer desaire?

Buena pregunta. Seguramente debería haberlo hecho. Sin embargo, preferí mantenerme al margen de su mundo de apariencias y superficies y seguir con mi plan original: rebaja, breve, necesario.      

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