Lo que la televisión hace con las personas

Hacer televisión es maravilloso. Es una suerte de exhibicionismo que te permite utilizar todos los recursos gestuales, lingüísticos e intelectuales a tu disposición para conectar con la señora o el señor, tumbados en su sofá, al otro lado. Pensándolos como individualidades; dirigiéndote a ellos como si fueran uno y todos a la vez. Calculando mentalmente sus reacciones, logrando un ritmo y unos tiempos adecuados a cada tipo de mensaje. Para mí, significa explorar las posibilidades de la comunicación para ofrecer a quien me escucha un producto elaborado desde el máximo respeto y, siempre, intentando sumar; conseguir que se obre el milagro de que lo que digo y cómo lo digo consigan que al otro le merezca la pena escucharme. Esa es la parte bonita del trabajo. Lo complejo es no desvirtuarlo por efecto del endiosamiento.

La televisión es demasiado generosa -cualquiera que salga por el pequeño electrodoméstico se convierte, en poco tiempo, en alguien conocido, aunque, no necesariamente, respetado- y los periodistas tenemos un defecto endogámico; creemos que 'salir' y 'estar' es, siempre, consecuencia de nuestras indudables y excepcionales cualidades, no del poder que tienen en sí mismos los medios de comunicación. Cuando perdemos de esa manera la perspectiva y nos colocamos por encima de a quien servimos -el ciudadano-, entonces, nos relajamos, el producto se deteriora y empezamos a ser caricaturas de nosotros mismos.

No puedo quitarme de la cabeza, y de ello han pasado ya nueve años, la frase de un colega de profesión al entrar a un restaurante: "Mira, nos han reconocido". Mi cara fue, en aquel momento, como la del emoticono de los ojos como platos. -"Pero... ¿Qué me estás diciendo?"- pensé. No recuerdo si aquel día nos invitaron o no a comer -desde luego él creía que iban a hacerlo- lo que sí sé es que, es frecuente, que cuando tienes cierta visibilidad en televisión lo hagan. Ese y otros gestos de reconocimiento a los que es fácil engancharse y de los que es difícil sustraerse sin dejar de tener los pies en la tierra. Sin olvidar que no hemos inventado la penicilina o ganado un premio Nobel.


Por eso, a nadie le extrañe ver a Ana Obregón -esta semana- haciendo contorsiones circenses, mientras un Bertín Osborne, tanto o más esperpéntico, trataba, con gestos inapropiadamente infantiles, de imitar a la 'bióloga' y 'escritora' de España. El madrileño -con quien tuve ocasión de presentar al alimón una gala en el Palacio de Festivales; experiencia que algún día contaré- conduce su entrevista entre chascarrillos e interrupciones que, en ocasiones, estropean una buena respuesta. Pero, Osborne siempre responde a su perfil: alegre, despreocupado, seductor. Lo otro, la entrevista, lo técnico, ya quedan a cargo de un magnífico equipo que produce y edita exquisitamente el programa.

Le pasa lo mismo a Óscar Lozano. Hacía años que no lo veía en televisión; si acaso, en alguna revista como personaje de la prensa rosa. De repente, se rinde a los néctares de Gran Hermano. Esa coctelera a donde van a parar viejas glorias, juguetes televisivos y aspirantes irredentos al famoseo. Y lo contemplo perpleja. Parece que levita. Un boceto ridículo. Con una pose de fingida dignidad.

Ya se sabe, es famoso y ¿quiénes son es el resto?. La fama es un anzuelo hechicero. Por eso, Ana Obregón se parece cada día más a 'Benjamin Button', Bertín Osborne se resiste a dejar de ser el eterno jovenzuelo seductor y Óscar Lozano se rebaja, sin querer hacerlo, a compartir escenario con gente que piensa que no están a su mismo nivel.

Pues bien, esto es lo que hace la televisión con la gente. Es una especie de 'Show de Truman', de realidad paralela a la que muchos desean entrar, otros tantos se aferran por no salir, y los que se encuentran dentro suelen perder el norte. Así que como espectadores, antes de brindar reconocimiento a un periodista, un actor, un presentador (que no son lo mismo) pensemos si, realmente o no, han hecho algo para merecerlo.

Comentarios

Entradas populares