Santa María de Lebeña

Santa María de Lebeña siempre está ahí. Te mira de reojo, desde su vergel, en medio de un embudo montañoso que la sitúa en los confines de la nada y, al mismo tiempo, en el centro de todo. Su torre del siglo XVIII y sus tejadillos del X se asoman curiosos entre las ramas de los árboles, reclamando, elegantes y despistados, la atención del viajero. La iglesia -abismada por la calma del entorno y agarrada a la tierra desde hace mil años- está instalada en plena Edad Media. Al menos, esa es la sensación que te transmite a poco que cierres los ojos y trasvases con la imaginación las fronteras espaciotemporales.

 
 
Hoy he estado en Santa María de Lebeña. Hoy he tenido esa sensación. Hoy he cerrado los ojos y he palpado las hojas que adornan sus capiteles corintios. Hoy he vuelto a sentir un escalofrío al pensar que otras manos y otros ojos se posaron hace cientos de años sobre ellas. Y que pasados otros cientos, me convertiré en una sombra más de cuantas han dado vida a esta iglesia.
Recomiendo al caminante que cuando Santa María de Lebeña lo reclame, pare, pero que lo haga de verdad. Que se concentre en su silencio. En sus arcos de medio punto, en los de herradura. En su losa de signos visigodos que hablan de un lugar en el que también se rindió culto al sol. En sus esculturas. En la cruz griega de su estructura. En sus altas bóvedas. En sus santos, en su retablo y en su Virgen de la Buena Leche. Que se concentre, en definitiva, en su personalidad: sobria, pero acogedora; tan hermosa como le concede su sencillez; ecléctica. Probablemente, algo de ella se le quedará enganchado al alma.

 
Ahora, sentada frente al ordenador, cuando aún no han transcurrido cinco horas desde mi visita, todavía saboreo su recuerdo. Por unos minutos, me ha parecido estar más cerca de la iglesia que edificaron y vivieron los condes de Liébana, Don Alfonso Díaz y su esposa, Doña Justa. He querido descubrir entre sus paredes a los mamposteros y en lo alto, tras el ara, al párroco aleccionando a los lebaniegos.
 
No es cuestión de fe, de religión, ni tan siquiera de historia. Es una sensación personal de estar en conexión con algo más profundo. Una secuencia vital -la de Santa María de Lebeña- que nos une, en un suspiro, a personas tan distantes como las que vivieron en el siglo X y siguientes, y a las que habitamos ahora. Es el sentimiento de que esos muros, en apariencia inertes, tienen más vida que una misma. Que cuando faltemos, seguirá tomando prestadas las vidas de otros transeúntes para cobrar sentido.
 
Ligada a esta historia está la de María Luisa. También a ella la conocí hoy. Es su anfitriona. La mejor juglar que los condes hubieran deseado para su iglesia. Pero esa historia, como todas las que merecen la pena, necesita también su propio espacio. Os la contaré en el siguiente post. En él , a través de las palabras de esta especial guía, hablaremos de rasgos más prosaicos, como el hecho de que estamos ante la joya mozárabe cántabra por excelencia. Sin desmerecer, claro está, a la iglesia de San Román de Moroso en Bostronizo.
 
Feliz semana. Espero que el post os haya inspirado tanto como a mí mi visita a Lebeña.

Comentarios

  1. ..y desde lo alto, como sombra protectora, el Cueto Agero y la Torre de la Gallega desde donde el maquis controlaba los movimientos del desfiladero.
    Gracias por ayudarnos a viajar de nuevo en el espacio y el tiempo.

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    Respuestas
    1. Ayyy, gracias a ti por ese apunte tan interesante. Cuánto sabes tú de nuestra Cantabria. Un beso enorme.

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